De Manuel J. Castilla (Salta, Argentina)
EL DESALOJO
Yo lo encontré una tarde al
desalojo.
Estaba en la vereda, en mueble y
otro mueble amontonado,
su corazón desparramado y quieto.
Botado con sus cosas querendonas
se dejaba mirar como una granada
abierta, volteada por el viento.
Nadie vio
su tanta desnudez tan destapada.
Nadie leyó
en el misal a la intemperie
estas palabras y su voz pedigüeña:
“Arcángel San Miguel
líbrame de enemigos
y acompáñame a la sombra de Dios”.
Eran rezos de anciana, esos. Y
húmedos.
Temblorosos deseos a destiempo de
la desalojada.
Eso era el desalojo.
Y era
una cocina negra de latón, apagada.
De sus hornallas
volaba la ceniza
en el aire inocente de la calle.
Lo sacaron del fondo de la casa,
a la fuerza, rameándolo
de donde estaba quieto, encariñado.
Salió de sus begonias llenas de
escalofríos y manchadas,
entre los curanderos ramos de la
ruda
junto al ángel lloroso del visillo.
Su Jesús enseñaba con la mano
derecha
su corazón llagado desde un cuadro
y unos ojos sin culpas, de
corderos.
Después vi su fatiga
en un botinero entre cretonas
apagándose
polvosos, sus zapatos cansados.
En sus cajones
vi horquillas de mujer olvidadas,
y el cisne de una polvera, por
morirse,
unas guindas sin sangre
en la capelina de un sombrero
como una juventud antigua,
enamorada.
Vi el azul de lavar, angelicado, de
otros días,
desvanecerse en la batea de
algarrobo
con un olor cansado de mujer.
Todo eso estaba dentro de la
entraña
rota del desalojo.
La mesa sin el vino, en la calle y
sus panes,
y sin cuchillos y sin tenedores,
la silla con su ausente
y el ropero colgando sus vestidos
vacíos
el cielo azul y hermoso de la
tarde.
Antología Poética El gozante (Colihue)
de Triste de la lluvia (1977)